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El Hombre Perpendicular


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Resumen del Libro

Cada mañana, desde hace cuatro años, Aidan despierta a Eileen con un tenue beso en los labios, mientras esta abre lentamente sus ojos, azules y grises, Aidan deposita en la mesita de noche, rústica, wengué, una bandeja de desayuno perfectamente dispuesta: frutas exóticas troceadas y artísticamente dispuestas en un enorme bol, leche fresca, nueces peladas y tostadas de pan negro acariciadas por una delgada y uniforme capa de miel. Cada mañana, cuando Eileen separa, por primera vez, sus anaranjadas pestañas y observa la espléndida bandeja sobre la mesita de noche, tiene la costumbre de agarrar, suave pero firmemente, a su marido por la corbata —siempre de color liso, pues este odia los estampados, que le resultan demasiado llamativos—, lo atrae hacia sí y le devuelve un beso blando, también en los labios. Lo que ella aún no sabe es que Aidan prefiere, también aquí, pasar desapercibido, prefiere que ella, simplemente, se fije en su desayuno y no en él. Pero hoy, esta mañana, Aidan traza un nuevo plan: deja la bandeja donde siempre, da el beso de rigor a Eileen y, descalzo, corre a esconderse tras las cortinas del dormitorio, desde allí, la observa abrir los ojos de esa forma tan pausada y deliciosa, la escucha bostezar levemente y la descubre intentando atrapar la corbata de un Aidan que hoy, por primera vez, no está donde debiera, y agarra el aire que se cuela entre sus dedos. Eileen abre los ojos aún más, sorprendida por su ausencia, por la ruptura del rito que ha presidido las últimas mil cuatrocientas sesenta mañanas. Sus ojos gatunos recorren la habitación y se detienen en la cortina, donde adivina la figura escondida de su marido… Pero no dice nada, sencillamente coge el bol y muerde la papaya, muerde el kiwi, muerde el aguacate. Cuando llega el crujir del pan con miel, Aidan piensa que ha sido una magnífica idea romper con el antiguo rito y canjearlo por este nuevo, en el que él deja de ser parte, cediendo todo el protagonismo a…


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